—¡Te irás al infierno! —gritó mi vecino mientras escupía sangre.
El frío del galpón en el que nos encontramos me hizo estremecer, también la ardiente sed de venganza. Esta mañana lo ataqué con electrochoque, lo traje aquí y golpeé su cuerpo hasta que mi visión se desenfoco por la adrenalina.
—¡Ramera! —vociferó, como lo había hecho durante los últimos cinco años.
Cerré los ojos. A mi mente vinieron las sensaciones de sus ataques constantes. Sentí el hedor de la orina y las heces que dejaba junto a mi puerta. Escuché los insultos que profería contra mí, día y noche frente a mi ventana. Recordé las veces que pedí ayuda en vano a la justicia. "Es un demente", "No le prestes atención." Y la más dolorosa respuesta: "Acostúmbrate."
¿Demente? No. Era sádico.
—¿Me escuchaste? Te irás al infierno por lo que me estás haciendo.
Abrí los ojos y me acerqué a él.
—Estás equivocado —aferré mi agarre a la pinza y el cuchillo—. Ya estuve en el infierno, gracias a tu atrocidad —incliné su cabeza hacia atrás, ignorando sus gritos—. Lo peligroso de los que vivimos en el infierno, es que ya no tenemos nada que temer.
Susurré mientras cercenaba su lengua.
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